jueves, 27 de octubre de 2011

De cómo, cuándo, dónde y por qué 39 de fiebre


Hace exactamente un año de este texto. Lo republico aquí, sin retoques.

Mi hija miraba Piñón Fijo. En mitad de un diálogo humorístico, apareció la placa informativa de Canal 13. Dijo lo que ahora se imaginará cualquier lector. Había muerto Néstor Kirchner. Incrédulo, comencé a recorrer los canales de noticias, esperando una rectificación imposible. Una esperanza que se diluía al paso de los minutos. Me quedé con esa muerte rondándome el alma. En un día atípico, de feriado feroz, mis rutinas ausentes, las que en su torrente podían llevarse mi cabeza a un lugar más cómodo, debieron reemplazarse por estar, permanecer con el dolor y con el desconcierto.
¿Es posible?
Me metí en Facebook. A medida que las noticias corrían, la ansiedad se transmitía por la red. En ese enjambre, algunos mensajes me impactaban, escrito desde el alma de los que sabía opositores. Otros, me llenaban de estupor. Ante la mirada de reproche de mi esposa, consumía estas iniquidades casi morbosamente. Alguno, muy creyente, festejaba la sabiduría de la justicia divina. No pude dejar de recordar una justificación teológica del infierno, apuntada por Borges. Según esa mirada, el castigo de las ofensas dirigidas a Dios debía ser eterno, puesto que se trataba de ofensas eternas, debido a la eternidad divina. Yo, que no soy teólogo, ni el severo bibliotecario ilustrado que Jorge Luis era, tuve la certeza de que el dios de los pelotudos, debía ser necesariamente un tanto pelotudo.
Tuve la intención de dejarme penetrar por el desconcierto, por la porción de realidad que ante tanta información, tanto juicio, a favor o en contra, era una bola indisoluble. Dejarlo decantar de a poco, ver qué nacía de allí. Pero la avasallante realidad, el cariño y el odio desmedido era una tormenta incontrolable. Y mi cabeza enganchada por esos vientos, era tomada, elevada y arrojada.Me llamó, llorando, mi primo Gustavo desde el otro lado del océano, hablé con mi padrino, quien sé que le tenía un cariño especial. Sé que al hablar con él, conversé con el alma de mis padres, de alguna manera.
Me crucé mensajes con amigos. Había que ir a la plaza. Había que encontrarse, palparse unos a otros. Reconocernos vivos, en camino. Hacia allí fuimos con Analía y Javier. Otro amigo, Jorge, y su esposa irían por otro lado. Yo dudaba que él fuera. Su último contacto con la política en la calle, fue en Campo de Mayo, cuando lo mandaron a casa con el “Felices pascuas”. “Andá a la Plaza, burguesito de mierda”. Trato de apelar a su orgullo político, tenemos que asegurarnos no quedarnos solos. Le comunico a mi hijo mi decisión de dejarlo en esta tarde atípica. Se prende a mi pierna y me pregunta “¿por qué?”. Para él, el muerto es el responsable de la programación televisiva en suspenso y poco más.
Y vamos, todos los que dijimos. Cada pequeña frutración que teníamos: un cajero sin plata, una calle congestionada; suscitaba en Javier una pequeña letanía: “Qué día de mierda”. Como si el mundo acordara con nosotros un pequeño duelo.
Estuvimos en el medio de las canciones, del fervor del pueblo que no quería caer ni callarse. Que el grito silenciara el veneno contaminante, la nube que los analistas de siempre destilaban desde su impotencia política.
En un círculo, frente a la casa rosada, muchas personas habían colocado mensajes. Observo particularmente uno. “Dios te bendiga. Familia Toso”. La letra trémula, la duda en cada trazo indicaba que había sido escrito por un chico. Las lágrimas asomaban a mis ojos. Toda emoción es una identificación. Supongo que en el menor de los Toso sobrevolaba la sombra de Santiago, aferrado a mi pierna, con su inocencia original. Quizá la misma de quien deja ese saludo, acaso desconociendo a Kirchner y a la naturaleza divina ¿O es que hay más Dios allí, en esa inocencia que los exégetas insisten en postular como pecado?
Y del grito pasamos a otro sector, donde no había bombos. Donde en la charla compartida con el desconocido, conjurábamos esa tristeza atávica, porque toda muerte reedita nuestra muerte, la que está desde el pasado, andando a nuestro lado. Hablábamos con Jorge y con su esposa Isabel y el de adelante se daba vuelta y nos compartía su estupor y su amor. Y así otro y otro. No los veremos más y sin embargo siento el impulso ahora mismo, de abrazarme con ellos.
Al volver, mi frente se iba calentando. La fiebre se iba apoderando de mi entendimiento. No soy el único. Analía desde el asiento trasero, se recupera del sopor de una bronquitis persistente: “Había que poner el cuerpo. Le pusimos el cuerpo”. Y vuelve a hundirse. Como si una muerte y resurreción continuas, el milagro de Lázaro se repitiera allí, en el asiento trasero del Fiat Uno.
Hubo tiempo para algunos acuerdos más con el mundo antes de llegar a casa. Era, indudablemente un día de mierda. “Tengo fiebre, Angélica”. “No me doy cuenta”, el acto cuasi chamánico de apoyar los labios en la frente no le convence. Minutos después, un termómetro digital, anunciaba 39,1. “Metete en la cama”. Obedezco infantilmente.
“Había que poner el cuerpo. Le pusimos el cuerpo".

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