domingo, 23 de octubre de 2011

Muchas palabras y lo único que vale es el silencio del final


La historia es más o menos así. Había concluido la elección legislativa del 2009 con una derrota inobjetable del partido gobernante. Yo había llegado a apoyar al kirchnerismo dos años antes, de manera azarosa: un oportuno encuentro con electores anti k que cimentaban su posición política sobre un discurso tan ajeno a mí como el de aquellos gorilas del 55. Hasta ese momento había perdido cierta conciencia de los hechos políticos, el gobierno me parecía un mal menor o por lo menos igual a otros males, como el radicalismo o Carrió. Pero el discurso henchido de odio y racismo escuchado aquella vez, fueron ineludibles campanadas de atención. Si esta gente tenía tanta rabia, si su rabia era contra los negros que usurpan nuestros bien ganados sitios clasemedieros, si se apunta inequívocamente el dedo acusador hacia un solo lado, es que allí están pasando cosas que me pueden parecer interesantes. Pero hasta entonces, no las había visto. Cosas de la desesperanza o del que se cree ya a vuelta de todo.
Después, el campo y la 125 hasta la madrugada y el nuevo prócer, el vicepresidente Cletus (hay una escena memorable y curiosa en Los Simpsons). Y yo que no podía entender por qué la gente interpretaba la realidad tan distinto a como yo lo hacía.
Pero me voy de tema con facilidad. Estábamos en el 2009 y en derrota. Y alguna gente se alegraba y votaba al pro. Otra se alegraba y apoyaba a Solanas o a Sabbatella, cosa loable si no fuera por una mancha que se vislumbraba en las entrañas de ese voto sibarita (ignoro el origen del concepto pero me fue develado por un solanista arrepentido): algunas de esas personas simplemente no se animaban a ser oficialistas. Se habían opuesto toda la vida y era lo único que sabían hacer. Pero con ellos se podía hablar. Había un puente y teníamos, ellos o yo, que animarnos a cruzarlo. Y con los más alejados en el arco opositor, también. Algunos se habían quedado dormidos y cuando despertaron estaban ahí sin saber siquiera por qué.
Aquel fatídico lunes se constituyó esa utopía, una idea absolutamente original para los tiempos despolitizados: la discusión sobre el rol del estado, idea que fue teniendo mucha gente en todo el país al mismo tiempo. Se recuperó el intercambio de opiniones: en las fábricas, en las oficinas, en las escuelas, en las casas. Y ese intercambio necesita que uno se comprometa, a veces racionalmente, otras desde el afecto, desde la intuición. No importa desde donde. La discusión política va madurándonos como sujetos que pueden pensarse como conjunto y arribar a pequeñas o enormes conclusiones que adquieren su fuerza al compartirlas.


Está claro que no es obligatorio crecer, excepto en el aspecto físico, en el cual resulta una fatalidad; el tipo puede mantenerse con sus primitivas nociones de espacio y tiempo sin permitirse las abstracciones filosóficas ni capacitarse para efectuar elementales operaciones en una calculadora de bolsillo. Pero esa cosa añeja, no de la militancia del puntero, del que lleva a votar de la mano; sino de saludarse y conversar sencillamente de lo que son nuestras vidas y cómo están siendo beneficiadas o no por unas u otras decisiones en el ámbito del poder, nos gusta. Nos interesa cuando llegamos a descubrir que no somos aislados átomos de carbono beneficiados por el viento de cola (¿a qué le llaman viento de cola en una economía global destrozada?) originado en el batir de alas de una mariposa en Tombuctú, sino que el aire va ineluctablemente de un sitio de mayor presión a otro de menor presión, y que hay algunas empresas que tienen el globo agarrado por el pico. Y que por ahí, un ratito lo podemos agarrar nosotros.
Era 2009 y era una utopía dar vuelta la cosa. Se estaba haciendo un gran trabajo, se notaba un poco ¿pero alcanzaría? Y entonces murió Néstor y todo se fue de las manos y todo se desbordó y la utopía empezó a hacerse menos lejana.
Pocos políticos en la historia de nuestro país gozaron del afecto que recibe hoy nuestra presidenta. No podemos subyugarlo a los números. Hablo de la calidad del cariño, sobre todo de parte de los jóvenes. Cuando ese amor anda dando vueltas me gusta callar mi cabeza y sentirlo en su plenitud.

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