lunes, 27 de febrero de 2012

Ni gayina ni bostero voy a morir... ¿gorila?



Vos sos gayina, vos sos la hinchada más tristé de la Argentina

Asigún la leyenda, en el año 1966, llegaron a la final de la Copa Libertadores de América, Peñarol de Montevideo y River Plate de la Argentina. Jugaron en el Estadio Nacional de Santiago de Chile el 20 de mayo de ese año. El equipo argentino, con buen fútbol, ganaba 2 a 0. Habrá sido en ese momento que surgió la famosa garra charrúa. El caso es que Peñarol dio vuelta ese partido y lo ganó 4 a 2.
En seguida aparecieron las cargadas habituales. No en el soporte del afiche, como ahora. Sino de palabra, horadando la paciencia y el amor propio de los hinchas de River a cada repetición, a cada mención como estilete cruel. Les llamaron gallinas. Una vergüenza para los apasionados por la banda roja.
Con el tiempo, lo fueron asimilando. Acaso se fue haciendo cáscara. La cuestión es que hoy llamar gallina a un hincha de River no lo ofende ni mucho menos. Asume con orgullo y desmemoria esta historia. Quizá digan: “Somos gallinas porque ponemos huevos”. Y hasta lo usen en sus cantos y en sus arrebatos de júbilo.


 Es para vos, es para vos, bostero insulso, que la vida no vivió

Se cuenta que en la década del 20, había unos servidores públicos que recorrían las calles de la Reina del Plata, juntando la bosta que los animales de transporte dejaban a su paso. Emparentado con el deseo de mierda, propio del espectáculo, los bosteros se llevaban el soporte material de los buenos augurios de los empresarios del teatro a un sitio menos urbano. Ya sea que lo llevaran a La Boca, o que dichos empleados (semejantes a los intocables de las castas de la India) pertenecieran mayoritariamente a dicho barrio, o que redondamente el equipo de Falcioni juegue para la mismísima mierda; a los hinchas boquenses comenzaron a llamarles bosteros. Y bostanera a su hemi-estadio, puesto que bombones y deshechos son lo más parecido que conozco entre sí, de la miríada de cosas existentes en el universo.
Cualquier despistado ha de pensar o creer (si es hombre de fe) que los hinchas de Boca enrojecen furiosos ante semejantes epítetos lanzados en su contra en mitad del goce futbolero. Vea que no. Inmunes a todo, incluso al olor, ellos cantan vehementes cada domingo: “Yo soy bostero”, poseedores de un orgullo claramente psicopatológico y hasta de una proverbial carencia de buen gusto.



Dame una mano, dame la otra, dame un gorila que lo hago pelota

Acá se me trastroca el mecanismo de adjudicación y aceptación. En el año 1955, poco antes del golpe militar que derrocara a Perón, los antiperonistas comienzan a llamarse a sí mismos, gorilas. Aparentemente, había un sketch en el programa radial La revista dislocada, en el que un explorador selvático, algo alcoholizado, cada vez que se escuchaba un ruido perturbador, decía aterrorizado: “Deben ser los gorilas, deben ser…”. La frase se impuso como un cliché en la vida cotidiana, ante cada rumor o pequeño misterio doméstico. Eran épocas de los golpes contra el gobierno. El primero, fallido. Exitoso el del 16 de septiembre. Ese movimiento subterráneo que desembocó en la caída de Perón, también debían ser los gorilas. Los antiperonistas lo asumieron gustosos desde el primer momento.
Con el tiempo, y quizá debido a su utilización por parte de la izquierda del movimiento peronista, comenzó a llamarse gorilas a quienes pertenecían a los sectores reaccionarios de la sociedad. Hoy mucha gente lo utiliza en ese sentido.
Quisiera rescatar, para dar feliz final a este olvidable repaso pseudohistórico, el primer sentido del término. Un antiperonista es un gorila, sin más. No hay nada de qué alarmarse. Más allá de una capa pilosa exagerada (que envidiaré en poco tiempo), el rictus tenso, expresión ceñuda y cierta tendencia al autoplacer; no hay en ese vocablo más que lo que, vanidosamente, Aramburu, Rojas, Borges y demás; llevaban en la espada, la pluma y la palabra: su concepción de Patria.
Ser gorila puede ser una forma simpática y democrática de ser antiperonista. Peor sería ser carroñero, un animal que metiera el hocico entre la muerte y los despojos, para sobrevivir unas pocas horas, de mala manera. De eso sí que no se vuelve.




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